Róterdam (Países Bajos).- Desde que una canadiense anónima llamada Celine Dion pusiera a Eurovisión a cantar en francés hace 33 años, ningún tema en este idioma ha vuelto a coronarse en el popular concurso europeo de canciones hasta hoy, cuando dos estrellas en ciernes podrían tomarle por fin el relevo.

Un único punto le otorgó la victoria en una final celebrada en Dublín un 30 de abril de 1988, en nombre de Suiza y con un tema titulado «Ne Partez Pas Sans Moi» (No te vayas sin mí, en español). Eran los tiempos en que aún no existía el televoto y obtuvo 137 votos frente a los 136 de la cancion «Go» del británico Scott Fitzgerard.

Este llegaba a Eurovisión con un tema que había sido un éxito relativo a finales de los años 70, «If I had words», el cual llegó a colarse años después en la banda sonora de la película «Babe, un cerdito valiente» (1995) y fue versionado por Westlife.

Celine, bautizada así por una canción del francés Hugues Aufray lanzada dos años antes de su nacimiento en 1968, fue descubierta siendo aún una niña por un empresario y productor musical de su país llamado René Angéli con el que -como es bien sabido- terminaría contrayendo un feliz matrimonio de 21 años.

Fue él quien financió su primer disco, «La voix du bon Dieu» (1981), y así consiguió notoriedad en su Quebec natal. Para ampliar horizontes, comenzó a participar en competiciones musicales en países tan remotos como Japón y gracias a un tema de 1983 llamado «D’amour ou d’amitié» se convirtió en la primera canadiense que cosechaba un disco de oro en Francia.

EUROVISIÓN 1988.

Entonces llegó la oportunidad de participar con solo 20 años en la 33 edición del Festival de la Canción de Eurovisión, que según la crónica de Efe fue seguida por 500 millones de personas y se celebró «en medio de grandes medidas de seguridad, en un marco dominado por una espectacular profusión de colores, luces y flores naturales».

Aquel festival costó «185 millones de pesetas», es decir, aproximadamente 1,2 millones de euros, una cifra irrisoria frente al despliegue actual, en el que los presupuestos multiplican como mínimo por diez esa cifra (de hecho, el festival que se celebró al año siguiente en Lausana costó el triple).

Dion no las tenía todas consigo, pero logró imponerse a otros 20 competidores, incluidos los españoles La Década Prodigiosa con «La chica de mi vida» y la belga Lara Fabian por Luxemburgo.

Lo hizo con un sencillo pero icónico vestuario integrado solo por piezas de color blanco: una falda de tul por encima de las rodillas, cubiertas por medias tupidas, con zapatos de ligero tacón y una chaqueta ceñida y cruzada sobre la cintura, la melena corta y suelta, con el ondulado típico de los años 80, pero sin flequillo.

Eran los años en los que aún había orquestas en Eurovisión y en los que las grandes voces ganaban el festival. A Nina, por ejemplo, le decían al año siguiente que también vencería por su gran torrente vocal y los periodistas pidieron que se fotografiara con la canadiense, «para tener a las dos posibles últimas ganadoras juntas».

La espñola no ganó en 1989 pero ahí quedó la foto, fácilmente rastreable en internet. Concluidas sus responsabilidades con el festival, Celine Dion emprendió a partir de entonces una trayectoria como la del escenario que había pisado en Dublín: una pasarela azul ascendente que se perdía en un horizonte infinito.

EL CAMINO AL ÉXITO COMIENZA EN EUROPA.

Como un vaticinio de lo que estaba por venir, se propuso convertirse en una estrella del pop «como Michael Jackson». Para ello se retocó la mandíbula por mejorar su aspecto físico y perfeccionó su nivel de inglés para lanzarse al mercado anglosajón solo dos años después con el disco «Unison», que llegó al número 4 en EE.UU. bajo la producción de David Foster y baladas con ciertos toques de «soft rock».

Su gran oportunidad, no obstante, llegó en 1991 como intérprete del tema central de la película de Disney «La bella y la bestia», que se llevó el Oscar a mejor canción y a ella le proporcionó su primer Grammy.

Lo demás es historia. A su paso por la Expo de Sevilla en 1992 para inaugurar el pabellón de Canadá, las crónicas periodísticas la presentaban como «la gran estrella del mundo musical francófono».

Y en inglés, con éxitos crecientes y continuos como «Think Twice», «Because You Loved Me» y, sobre todo, el titánico «My Heart Will Go On», se convirtió en una de las grandes intérpretes femeninas de los años 90 y principios del siglo XXI, con un total de cinco Grammys y más de 50 millones de copias vendidas de sus discos solo en Europa, el lugar donde empezó todo.

EL FRANCÉS PIERDE FUERZA EN EUROVISIÓN.

Desde aquel día, pocos han colocado el francés tan arriba en la tabla. Estuvieron cerca Joëlle Ursull (1990, «White And Black Blues»), Amina (1992, «C’est le dernier qui a parlé qui a raison») y Annie Cotton (1993, «Moi, tout simplement»).

Con la llegada de los países del este al concurso y la extensión del inglés, su presencia en el podio se diluyó por completo y únicamente los artistas galos se volvieron constantes en su apuesta por cantar en su lengua. De hecho, Bélgica fue segunda en 2003 con el grupo Urban Trad merced a un tema llamado «Sanomi» que estaba cantado… en un idioma imaginario.

En lo que llevamos de siglo XXI, solo Natasha St-Pier (2001, cuarta con «Je n’ai que mon âme») y Amir (2016, sexto con «J’e cherché») tuvieron alguna opción.

Esta noche, dos intérpretes aspiran a llevar el «idioma del amor» a lo más alto, por un lado el joven Gjon’s Tears, quien representa a Suiza con el tema «Tout l’Univers», el más escuchado en España de la terna eurovisiva de este año por su inclusión en la sintonía de un espacio televisivo.

Por otro, una compositora e intérprete que remite al espíritu de Edith Piaf, Barbara Pravi, quien representará a Francia con «Voilá», surgiendo de entre las sombras, sin artificios, toda de negro, pero con la melena suelta y rizada como la de Dion en aquella noche de 1988.

Javier Herrero.

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